Se siente como tener la nariz arrugada por un olor no malo,
sino intenso, picante. Se siente como un golpe en el codo. No puedo escribir
nada medianamente bueno; las palabras y sus nexos con otras revolotean y solo
tienen sentido en mi cabeza. Se siente como dar un mal toque al cigarrillo. Se siente
como tropezar mientras vas solo por la calle.
Te estaban viendo.
Un sujeto me dijo alguna vez, con una pala entre sus manos,
que la esperanza era peligrosa. Un arma con distintos tipos de filo y cuya
única función era conducir a la infelicidad a cualquiera que se atreviese a
blandirla. Mientras cavaba entre la tierra, el sepulturero aseguró que
mantenerse al margen, no confiar y no esperar, garantizaban no una buena vida,
ni feliz. Solo tranquila, libre de preocupaciones. Las relaciones humanas
apestan, según su propia percepción. Uno no puede ni siquiera confiar en sí
mismo… mucho menos en alguien más.
Aquel sujeto no había dado nada a nadie en sus veintiséis
años mentales, pero alguien dentro de él, una muchachita de dieciséis se había
quedado vacía de tanto dar. Y cuando por fin volvía a llenarse volvió a vaciar
un poco de su espíritu, de lo poquito que tenía, y lo volvió a regalar. No le
importó quedarse sin nada, y aquel hombre de la pala solo podía mirar sin
intervenir. La sonrisa lo decía todo: Eso
te pasa, por estúpida, le repetía una y otra vez. Le gustaba recordarle lo
tonta que era, y en parte, lo hacía para poder tomar el control de su vida de
una vez por todas. Colony, el sepulturero, tenía esa filosofía de la
tranquilidad nihilista como una solución a los problemas de cualquiera. ¿Te
enamoras de alguien? Es inevitable, al ser un humano débil y con sentimientos,
la solución: sepultar. ¿Recuerdos dolorosos? Sepultar. ¿Debilidades, esperanzas,
sueños, pasiones? Sepultar.
Las emociones lo hacían a uno débil, según sus propias
palabras. Y esa niña se mantuvo fuerte aun con esa debilidad de sentir demasiado. Pasaron los años y era casi una mujer,
pero aún con la ingenuidad de la primera vez. Colony la miraba negando una y otra
vez con la cabeza. Nunca aprenderás, decía
en voz alta cada que podía. Ella lo escuchaba, y a pesar de que intentó hacerle
caso una o dos veces, siempre volvía a lo de siempre. La confianza, la
esperanza, todas esas cosas que la hundían más en la mugre y la inmundicia. Pobrecita,
llegó a enamorarse de una versión más madura de Colony. De nada le servía al
sepulturero advertirle, aconsejarle. La confianza y el amor la tenían cegada. Gran
error. A pesar de la insistencia de Colony y de saber inconscientemente de todo
el dolor que le esperaba, ella continuó. Sabía perfectamente que era un gran
error confiar y entregarlo todo. Porque no le responderían de la misma manera
por más que se esforzara.
Ella sabía que estaba condenada a sufrir, por ser así. El único
camino que podía seguir cambiaría por completo su esencia, y ella se negaba vehemente
a ello. No quería dejar de amar a aquel hombre, y le aterraba enormemente que
el dolor fuese tan grande un día, que la desesperanza tocara la puerta de su
corazón. La desesperanza era lo peor que podía aparecerse, porque esta llega, y
seca todo lo que se ha sembrado, destruye y marchita aun los más verdes campos
y jardines. Pero todo ocurre tan despacio, primero una flor, una hojita, una
brizna, todo poco a poco y gradualmente, y cuando uno menos lo imagina, todo
está gris y sin vida: estéril.
Ella no deseaba eso. Por eso era Colony el que siempre debía
mantenerse al margen. Sentía que, si perdía la esperanza, ya no le quedaría más
por lo que vivir. No solo por el hombre que amaba, sino porque diario se
levantaba esperanzada a que las cosas mejorasen, y era lo que le daba las
fuerzas suficientes para intentarlo. La esperanza la hacía luchar por tener una
mejor vida y no quedarse estancada viendo qué podría caer del cielo para ella. La
esperanza la mantenía en pie en medio de una multitud, la hacía viajar
kilómetros y cruzar puentes. La esperanza la ayudaba a aprender cosas nuevas, a
ayudar a quien pudiese, a seguir amando. Si se le moría la esperanza, se moría
ella.
Esperanza era la palabra que más odiaba en el mundo, y en
cierto modo, odiaba ser así. Odiaba no poder desprenderse de ese grillete, pero
a la vez le aterraba la desesperanza. ¡Cuán terrible habría de ser vivir sin emociones,
sin confiar en las personas por MIEDO, sin amar por completo por DESCONFIANZA,
no intentar nada por terror al FRACASO!
Ella sabía que la sangre, el sudor, las heridas y las
lágrimas eran lo que le daban sabor a la vida. No ha habido guerra alguna que
pueda ganarse sin pérdidas, sin sangre derramada. Y no es que la receta para la
felicidad sea el sufrimiento, y no es que la clave del éxito sea llorar. Es ser
humano. Pero ella, en el fondo, odiaba esperar.
Tenía muchísimo miedo.
Y ese miedo, lo aprovechaba Colony para gritarle que tirase
la toalla. Pero bien sabemos que desesperanza es igual a morir, y ella quería
mantenerse viva; aunque odiara la vida, amaba vivir. De otro modo, habría
renunciado mucho tiempo atrás, y lo sabía.
De todas formas, no hay método en el mundo
que pueda contar las veces que ella sostuvo la cabeza de alguien llorando en su
regazo, no hay dedos suficientes en este planeta para contar las veces que ella
guardó un secreto, no hay nada, ni nadie que pueda mesurar cuántas veces se
quedó ella misma llorando por la noche por alguien que dormía tranquilamente. Y
las veces que faltan.
Quizá era una forma de masoquismo o autolesión. O quizá era
la verdadera forma del amor: querer a pesar del dolor, mantenerse con las
heridas sangrando; de todas formas, habrán de cerrar.
Y se siente como la falta de aire en un ataque de tos. Se siente
como una punzada en el costado al hablar por mucho tiempo mientras se camina o
corre. Se siente como darse cuenta de que no está la billetera en el bolsillo.
Apesta, pero esa es la esperanza.