martes, 5 de julio de 2016

Yo era aquella niña que atrapaba insectos voladores con su red de mariposas, que pedaleaba su bicicleta por las calles, sin importarle si caía, si se raspaba, si dolía. Pero llegó un momento en que, esa niña se cansó de pedalear, y de soñar; las llantas de su bicicleta se estropearon y la cadena se rompió, por tanto usarla. Y se quedó sentada a la orilla de la banqueta arrancándoles las alas a las polillas, y guardándolas en un pequeño saco de terciopelo, para después quitarse las costras secas de las rodillas y hacerlas sangrar de nuevo. No le importaba provocarse dolor. Quería deshacerse de todos los recuerdos de su anterior, feliz vida. No valía la pena regresar si la bicicleta estaba jodida, no tenía caso seguir soñando. Las flores del jardín estaban pisoteadas y secas, su estómago dolía, comer tanto dulce la hizo querer vomitar. Ahora gustaba de revolcarse en la banqueta y hacerse daño con las piedrecillas, hasta que mamá salía de casa y la obligaba a entrar. Pronto se quitó las coletas y se cortó el cabello ella misma, "pareces niño", se burlaban sus compañeros al verla.


Y lloraba a solas en el baño, porque su casa era pequeña y las paredes parecían ser de papel. Entonces llegó alguien, un niño de rizos de ébano, con una sonrisa de millón de dólares, con manos grandes y protectoras. Él tomó la bicicleta del rincón empolvado del desván, y la pintó, le puso una cadena nueva y le cambió las llantas, pero ella olvidó cómo pedalear. No quería levantarse pero ver su sonrisa encantadora la hizo reaccionar, querer seguir soñando como antes, sin importarle si caía o si el caramelo en exceso le provocaba indigestión. Después de muchos años, pudo poner los pies en la tierra otra vez.
¿El problema? No era ella, no era él, ni la bicicleta, ni el dulce, ni el dolor en sus rodillas y pies. El problema es que ella fue salvada sin siquiera darse cuenta, dándose a sí misma el crédito de haberse levantado del suelo, cuando no tenía ni fuerzas para hacerlo. Ese era el maldito problema, que una sola palabra, un solo gesto, un pequeño detalle podía quitarle las ganas de respirar, de seguir pedaleando. El problema no era él, que estaba allí para ayudarla y amarla. El problema era ella, cuya tristeza y melancolía era evocada casi cada fin de semana, por todo y por nada. Ella era una persona que dejaba pasar las noches, y los días sin hacer nada, sólo mirar por la ventana, o arrancar las hierbas que se colaban entre las grietas de la banqueta, y seguido se preguntaba, ¿quién podría amarme? Esa chica soy yo.
Hasta la fecha no he podido entender muchas cosas sobre mí y de por qué soy así. Dicen que es mucho más fácil si te aceptas a ti mismo, pero yo diría que no. Lo he hecho antes, pero quizá no he sabido nivelarme. No debería ser salvada por nadie, pero no sé cómo salir de mi propio trance. Está claro que no soy autónoma y eso es malo. Pero también sé que no dependo de nadie, así que, ¿por qué el llanto? ¿Cómo es que una "nada" pueda doler como un "todo", demasiado?
Y vaya, que no me queda más que regocijarme entre la tristeza mientras dure, en verdad tengo un problema, ¿o seré yo el problema? No lo sé.
Tan sólo espero que aquellos niños que viven en mi mente se mantengan a salvo, y que él se encargue de ponerle aceite a la cadena, y que se asegure de parchar los huecos de las llantas, y volverlas a inflar. Quizá la niña pueda aprender sola a arreglar su bicicleta y, quién sabe, a reparar la red de mariposas. Pero para ella es mucho mejor ayudarle al niño en su labor de arreglarla, y eso la hace más feliz, aunque a veces también más desdichada. Pero qué se  puede esperar de alguien cuya fiel compañera siempre ha sido la tristeza.


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