domingo, 27 de marzo de 2016



Desde pequeña mostré una conducta distinta a la de las niñas de mi edad. No pretendo sentirme «única en mi especie», pues esta misma conducta me empujó a ser poco sociable con los demás niños en mis primeros diez años de vida. Recuerdo que, en verano, veía a los niños de mi calle salir a jugar, algunos con sus muñecos, otros con pelotas y botellas de plástico vacías. Yo me sentaba en el umbral de la puerta, mirándolos correr y jugar. Mamá no me dejaba salir demasiado, pues de pequeña fui muy enfermiza. No podía correr demasiado, ni mucho menos pensar en mojarme en los charcos cuando llovía.

En la escuela, a la hora del almuerzo, mis compañeros preferían ignorarme antes de invitarme a jugar. Así que pasaba esa mitad de hora en la dirección jugando con una computadora cuyo sistema operativo era, si mal no recuerdo, un Windows 98, o bien, me quedaba en la biblioteca leyendo algún libro. Bendita sea mi hermana mayor, quien me enseñó a leer a muy temprana edad. A veces, a mis compañeros les gustaba hacerme travesuras, como esconder mi comida o mi dinero, o robar mis colores. Supongo que no les agradaba demasiado que yo fuese la única que participara en clases.

Todos estos sucesos me empujaron a hacerme un poco más dura, pero no fue hasta que tenía once años, cuando por fin decidí fortalecerme.

Mi mejor amigo, el único que tenía, quien se ganó mi confianza por defenderme de unos abusones cuatro años atrás, se metió en problemas por golpear a un compañero que se había aprovechado de la fiebre que me aquejó en clase. La profesora, una irresponsable de primera, se encontraba echando el chisme felizmente en la sala de la directora. Estábamos en otoño, por lo cual había comenzado a enfermarme, como de costumbre por esas fechas. Mi compañero tomó mi estuche de lápices y lo alzó con la mano, lo suficiente para que yo no pudiese alcanzarlo, pues siempre he sido baja de estatura. Cuando mi mejor amigo volvió al aula —tal vez estaría tomando agua o en el sanitario, no sé—, se enfureció al ver al chico molestándome de nuevo. Se le echó a los golpes. Yo en mi delirio por causa de la fiebre, me senté en mi lugar y me puse a observar sin inmutarme, por el contrario de las otras veces, en las que yo hacía lo posible por separarlos antes de que un maestro o maestra viese el alboroto.

Cuando al fin mi abusador se rindió, mi mejor amigo tomó mi estuche del suelo, lo azotó sobre mi escritorio, aturdiéndome. No fue la acción, tampoco la intensidad de su mirada, fueron las palabras que dijo en ese momento las que cambiaron mi vida.

—Sabes que no voy a estar toda la vida para defenderte, ¿verdad?

Dicho esto, regresó a su lugar, limpiando la sangre que le salía del labio.

Mamá me platicó que ese día, cuando regresé a casa, estaba rojísima del rostro, y ardía en fiebre. Me llevó al hospital, dice que incluso estaba delirando por la fiebre, que había ascendido a 40°. Esa fue la última vez que me enfermé tan gravemente. Recuerdo que duré casi tres semanas sin asistir a clases.

Supongo que ese fue un ultimátum para mí. Mi cuerpo y mi mente se habían cansado de ser tan débiles. O quién sabe, tal vez la pubertad fue la que me dio el empujón que necesitaba. Nunca dejé de hablar sola, de leer libros por las tardes y de escuchar música que a nadie de mi círculo social le gustaba. Tampoco dejé de hacer amistad con mis profesores o con los adultos mayores de mi vecindario. Lo que hice fue acercarme más a las personas de mi edad—aunque siempre he preferido forjar amistad con personas unos añitos más grandes que yo—, incluso me atreví a tener novio y esas cosas que hacen los adolescentes. Quería cobijar mi debilidad con lenguaje altisonante, ropa de color negro, heavy metal y mirada hostil. Y funcionó.

A pesar de que siempre he sido una persona con lo que algunos llaman «corazón de pollo», mi carácter mostraba otra cosa. Reservaba a la chica alegre, bondadosa y soñadora para las personas que se ganaran mi confianza.

¿Cuál es el punto de todo esto? A los dieciséis, cierta persona me llamaba «princesita» de manera despectiva, pues yo mencioné alguna vez que no me gustaba que me llamaran bajo ese sobrenombre —si es que se puede considerar así. Decirme «princesa», para mí, era como decirme «débil». Y no, no, no. No dejaría que nadie me atacase con eso. No quería ser salvada y protegida por un príncipe cualquiera. No quería que me vieran como una chica débil, como una florecita, como un montón de betún rosado. No.

Ahora, tal parece que he abandonado un poco esa mentalidad. No es malo ser protegida de vez en cuando, no tiene nada de raro ser consentida, apapachada y demás. No tiene nada de malo ser la princesa de alguien.

Tal vez mi desconfianza me obligó a no caer en ese prototipo, porque, mi experiencia y mi audacia me decían que cualquier fulano podría decirme de aquella manera, y decirme mil cosas, bajarme la luna y las estrellas para al final dejarme caer de la nube, y destrozarme el corazón. Oh, qué mentalidad tan pesimista, ¿no?

Pero llega un momento en que, caminar bajo la suave lluvia de primavera bajo el brazo protector de un príncipe de ciudad, siendo abrazada, sintiéndome querida, pequeña, pero no débil… no es tan malo como siempre pensaste.

Porque, la forma de querer de esa persona te fortalece en lugar de debilitarte, porque esa persona te enseña a ser feliz a su lado, no a depender de él. Eso me sucedió a mí y, a decir verdad, me gusta que él me llame princesa.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario