miércoles, 18 de julio de 2018

La esperanza es un arma.


Se siente como tener la nariz arrugada por un olor no malo, sino intenso, picante. Se siente como un golpe en el codo. No puedo escribir nada medianamente bueno; las palabras y sus nexos con otras revolotean y solo tienen sentido en mi cabeza. Se siente como dar un mal toque al cigarrillo. Se siente como tropezar mientras vas solo por la calle.
Te estaban viendo.
Un sujeto me dijo alguna vez, con una pala entre sus manos, que la esperanza era peligrosa. Un arma con distintos tipos de filo y cuya única función era conducir a la infelicidad a cualquiera que se atreviese a blandirla. Mientras cavaba entre la tierra, el sepulturero aseguró que mantenerse al margen, no confiar y no esperar, garantizaban no una buena vida, ni feliz. Solo tranquila, libre de preocupaciones. Las relaciones humanas apestan, según su propia percepción. Uno no puede ni siquiera confiar en sí mismo… mucho menos en alguien más.
Aquel sujeto no había dado nada a nadie en sus veintiséis años mentales, pero alguien dentro de él, una muchachita de dieciséis se había quedado vacía de tanto dar. Y cuando por fin volvía a llenarse volvió a vaciar un poco de su espíritu, de lo poquito que tenía, y lo volvió a regalar. No le importó quedarse sin nada, y aquel hombre de la pala solo podía mirar sin intervenir. La sonrisa lo decía todo: Eso te pasa, por estúpida, le repetía una y otra vez. Le gustaba recordarle lo tonta que era, y en parte, lo hacía para poder tomar el control de su vida de una vez por todas. Colony, el sepulturero, tenía esa filosofía de la tranquilidad nihilista como una solución a los problemas de cualquiera. ¿Te enamoras de alguien? Es inevitable, al ser un humano débil y con sentimientos, la solución: sepultar. ¿Recuerdos dolorosos? Sepultar. ¿Debilidades, esperanzas, sueños, pasiones? Sepultar.
Las emociones lo hacían a uno débil, según sus propias palabras. Y esa niña se mantuvo fuerte aun con esa debilidad de sentir demasiado. Pasaron los años y era casi una mujer, pero aún con la ingenuidad de la primera vez. Colony la miraba negando una y otra vez con la cabeza. Nunca aprenderás, decía en voz alta cada que podía. Ella lo escuchaba, y a pesar de que intentó hacerle caso una o dos veces, siempre volvía a lo de siempre. La confianza, la esperanza, todas esas cosas que la hundían más en la mugre y la inmundicia. Pobrecita, llegó a enamorarse de una versión más madura de Colony. De nada le servía al sepulturero advertirle, aconsejarle. La confianza y el amor la tenían cegada. Gran error. A pesar de la insistencia de Colony y de saber inconscientemente de todo el dolor que le esperaba, ella continuó. Sabía perfectamente que era un gran error confiar y entregarlo todo. Porque no le responderían de la misma manera por más que se esforzara.
Ella sabía que estaba condenada a sufrir, por ser así. El único camino que podía seguir cambiaría por completo su esencia, y ella se negaba vehemente a ello. No quería dejar de amar a aquel hombre, y le aterraba enormemente que el dolor fuese tan grande un día, que la desesperanza tocara la puerta de su corazón. La desesperanza era lo peor que podía aparecerse, porque esta llega, y seca todo lo que se ha sembrado, destruye y marchita aun los más verdes campos y jardines. Pero todo ocurre tan despacio, primero una flor, una hojita, una brizna, todo poco a poco y gradualmente, y cuando uno menos lo imagina, todo está gris y sin vida: estéril.
Ella no deseaba eso. Por eso era Colony el que siempre debía mantenerse al margen. Sentía que, si perdía la esperanza, ya no le quedaría más por lo que vivir. No solo por el hombre que amaba, sino porque diario se levantaba esperanzada a que las cosas mejorasen, y era lo que le daba las fuerzas suficientes para intentarlo. La esperanza la hacía luchar por tener una mejor vida y no quedarse estancada viendo qué podría caer del cielo para ella. La esperanza la mantenía en pie en medio de una multitud, la hacía viajar kilómetros y cruzar puentes. La esperanza la ayudaba a aprender cosas nuevas, a ayudar a quien pudiese, a seguir amando. Si se le moría la esperanza, se moría ella.
Esperanza era la palabra que más odiaba en el mundo, y en cierto modo, odiaba ser así. Odiaba no poder desprenderse de ese grillete, pero a la vez le aterraba la desesperanza. ¡Cuán terrible habría de ser vivir sin emociones, sin confiar en las personas por MIEDO, sin amar por completo por DESCONFIANZA, no intentar nada por terror al FRACASO!
Ella sabía que la sangre, el sudor, las heridas y las lágrimas eran lo que le daban sabor a la vida. No ha habido guerra alguna que pueda ganarse sin pérdidas, sin sangre derramada. Y no es que la receta para la felicidad sea el sufrimiento, y no es que la clave del éxito sea llorar. Es ser humano. Pero ella, en el fondo, odiaba esperar.
Tenía muchísimo miedo.
Y ese miedo, lo aprovechaba Colony para gritarle que tirase la toalla. Pero bien sabemos que desesperanza es igual a morir, y ella quería mantenerse viva; aunque odiara la vida, amaba vivir. De otro modo, habría renunciado mucho tiempo atrás, y lo sabía.
De todas formas, no hay método en el mundo que pueda contar las veces que ella sostuvo la cabeza de alguien llorando en su regazo, no hay dedos suficientes en este planeta para contar las veces que ella guardó un secreto, no hay nada, ni nadie que pueda mesurar cuántas veces se quedó ella misma llorando por la noche por alguien que dormía tranquilamente. Y las veces que faltan.
Quizá era una forma de masoquismo o autolesión. O quizá era la verdadera forma del amor: querer a pesar del dolor, mantenerse con las heridas sangrando; de todas formas, habrán de cerrar.
Y se siente como la falta de aire en un ataque de tos. Se siente como una punzada en el costado al hablar por mucho tiempo mientras se camina o corre. Se siente como darse cuenta de que no está la billetera en el bolsillo.
Apesta, pero esa es la esperanza.

martes, 5 de julio de 2016

Yo era aquella niña que atrapaba insectos voladores con su red de mariposas, que pedaleaba su bicicleta por las calles, sin importarle si caía, si se raspaba, si dolía. Pero llegó un momento en que, esa niña se cansó de pedalear, y de soñar; las llantas de su bicicleta se estropearon y la cadena se rompió, por tanto usarla. Y se quedó sentada a la orilla de la banqueta arrancándoles las alas a las polillas, y guardándolas en un pequeño saco de terciopelo, para después quitarse las costras secas de las rodillas y hacerlas sangrar de nuevo. No le importaba provocarse dolor. Quería deshacerse de todos los recuerdos de su anterior, feliz vida. No valía la pena regresar si la bicicleta estaba jodida, no tenía caso seguir soñando. Las flores del jardín estaban pisoteadas y secas, su estómago dolía, comer tanto dulce la hizo querer vomitar. Ahora gustaba de revolcarse en la banqueta y hacerse daño con las piedrecillas, hasta que mamá salía de casa y la obligaba a entrar. Pronto se quitó las coletas y se cortó el cabello ella misma, "pareces niño", se burlaban sus compañeros al verla.


Y lloraba a solas en el baño, porque su casa era pequeña y las paredes parecían ser de papel. Entonces llegó alguien, un niño de rizos de ébano, con una sonrisa de millón de dólares, con manos grandes y protectoras. Él tomó la bicicleta del rincón empolvado del desván, y la pintó, le puso una cadena nueva y le cambió las llantas, pero ella olvidó cómo pedalear. No quería levantarse pero ver su sonrisa encantadora la hizo reaccionar, querer seguir soñando como antes, sin importarle si caía o si el caramelo en exceso le provocaba indigestión. Después de muchos años, pudo poner los pies en la tierra otra vez.
¿El problema? No era ella, no era él, ni la bicicleta, ni el dulce, ni el dolor en sus rodillas y pies. El problema es que ella fue salvada sin siquiera darse cuenta, dándose a sí misma el crédito de haberse levantado del suelo, cuando no tenía ni fuerzas para hacerlo. Ese era el maldito problema, que una sola palabra, un solo gesto, un pequeño detalle podía quitarle las ganas de respirar, de seguir pedaleando. El problema no era él, que estaba allí para ayudarla y amarla. El problema era ella, cuya tristeza y melancolía era evocada casi cada fin de semana, por todo y por nada. Ella era una persona que dejaba pasar las noches, y los días sin hacer nada, sólo mirar por la ventana, o arrancar las hierbas que se colaban entre las grietas de la banqueta, y seguido se preguntaba, ¿quién podría amarme? Esa chica soy yo.
Hasta la fecha no he podido entender muchas cosas sobre mí y de por qué soy así. Dicen que es mucho más fácil si te aceptas a ti mismo, pero yo diría que no. Lo he hecho antes, pero quizá no he sabido nivelarme. No debería ser salvada por nadie, pero no sé cómo salir de mi propio trance. Está claro que no soy autónoma y eso es malo. Pero también sé que no dependo de nadie, así que, ¿por qué el llanto? ¿Cómo es que una "nada" pueda doler como un "todo", demasiado?
Y vaya, que no me queda más que regocijarme entre la tristeza mientras dure, en verdad tengo un problema, ¿o seré yo el problema? No lo sé.
Tan sólo espero que aquellos niños que viven en mi mente se mantengan a salvo, y que él se encargue de ponerle aceite a la cadena, y que se asegure de parchar los huecos de las llantas, y volverlas a inflar. Quizá la niña pueda aprender sola a arreglar su bicicleta y, quién sabe, a reparar la red de mariposas. Pero para ella es mucho mejor ayudarle al niño en su labor de arreglarla, y eso la hace más feliz, aunque a veces también más desdichada. Pero qué se  puede esperar de alguien cuya fiel compañera siempre ha sido la tristeza.


domingo, 27 de marzo de 2016



Desde pequeña mostré una conducta distinta a la de las niñas de mi edad. No pretendo sentirme «única en mi especie», pues esta misma conducta me empujó a ser poco sociable con los demás niños en mis primeros diez años de vida. Recuerdo que, en verano, veía a los niños de mi calle salir a jugar, algunos con sus muñecos, otros con pelotas y botellas de plástico vacías. Yo me sentaba en el umbral de la puerta, mirándolos correr y jugar. Mamá no me dejaba salir demasiado, pues de pequeña fui muy enfermiza. No podía correr demasiado, ni mucho menos pensar en mojarme en los charcos cuando llovía.

En la escuela, a la hora del almuerzo, mis compañeros preferían ignorarme antes de invitarme a jugar. Así que pasaba esa mitad de hora en la dirección jugando con una computadora cuyo sistema operativo era, si mal no recuerdo, un Windows 98, o bien, me quedaba en la biblioteca leyendo algún libro. Bendita sea mi hermana mayor, quien me enseñó a leer a muy temprana edad. A veces, a mis compañeros les gustaba hacerme travesuras, como esconder mi comida o mi dinero, o robar mis colores. Supongo que no les agradaba demasiado que yo fuese la única que participara en clases.

Todos estos sucesos me empujaron a hacerme un poco más dura, pero no fue hasta que tenía once años, cuando por fin decidí fortalecerme.

Mi mejor amigo, el único que tenía, quien se ganó mi confianza por defenderme de unos abusones cuatro años atrás, se metió en problemas por golpear a un compañero que se había aprovechado de la fiebre que me aquejó en clase. La profesora, una irresponsable de primera, se encontraba echando el chisme felizmente en la sala de la directora. Estábamos en otoño, por lo cual había comenzado a enfermarme, como de costumbre por esas fechas. Mi compañero tomó mi estuche de lápices y lo alzó con la mano, lo suficiente para que yo no pudiese alcanzarlo, pues siempre he sido baja de estatura. Cuando mi mejor amigo volvió al aula —tal vez estaría tomando agua o en el sanitario, no sé—, se enfureció al ver al chico molestándome de nuevo. Se le echó a los golpes. Yo en mi delirio por causa de la fiebre, me senté en mi lugar y me puse a observar sin inmutarme, por el contrario de las otras veces, en las que yo hacía lo posible por separarlos antes de que un maestro o maestra viese el alboroto.

Cuando al fin mi abusador se rindió, mi mejor amigo tomó mi estuche del suelo, lo azotó sobre mi escritorio, aturdiéndome. No fue la acción, tampoco la intensidad de su mirada, fueron las palabras que dijo en ese momento las que cambiaron mi vida.

—Sabes que no voy a estar toda la vida para defenderte, ¿verdad?

Dicho esto, regresó a su lugar, limpiando la sangre que le salía del labio.

Mamá me platicó que ese día, cuando regresé a casa, estaba rojísima del rostro, y ardía en fiebre. Me llevó al hospital, dice que incluso estaba delirando por la fiebre, que había ascendido a 40°. Esa fue la última vez que me enfermé tan gravemente. Recuerdo que duré casi tres semanas sin asistir a clases.

Supongo que ese fue un ultimátum para mí. Mi cuerpo y mi mente se habían cansado de ser tan débiles. O quién sabe, tal vez la pubertad fue la que me dio el empujón que necesitaba. Nunca dejé de hablar sola, de leer libros por las tardes y de escuchar música que a nadie de mi círculo social le gustaba. Tampoco dejé de hacer amistad con mis profesores o con los adultos mayores de mi vecindario. Lo que hice fue acercarme más a las personas de mi edad—aunque siempre he preferido forjar amistad con personas unos añitos más grandes que yo—, incluso me atreví a tener novio y esas cosas que hacen los adolescentes. Quería cobijar mi debilidad con lenguaje altisonante, ropa de color negro, heavy metal y mirada hostil. Y funcionó.

A pesar de que siempre he sido una persona con lo que algunos llaman «corazón de pollo», mi carácter mostraba otra cosa. Reservaba a la chica alegre, bondadosa y soñadora para las personas que se ganaran mi confianza.

¿Cuál es el punto de todo esto? A los dieciséis, cierta persona me llamaba «princesita» de manera despectiva, pues yo mencioné alguna vez que no me gustaba que me llamaran bajo ese sobrenombre —si es que se puede considerar así. Decirme «princesa», para mí, era como decirme «débil». Y no, no, no. No dejaría que nadie me atacase con eso. No quería ser salvada y protegida por un príncipe cualquiera. No quería que me vieran como una chica débil, como una florecita, como un montón de betún rosado. No.

Ahora, tal parece que he abandonado un poco esa mentalidad. No es malo ser protegida de vez en cuando, no tiene nada de raro ser consentida, apapachada y demás. No tiene nada de malo ser la princesa de alguien.

Tal vez mi desconfianza me obligó a no caer en ese prototipo, porque, mi experiencia y mi audacia me decían que cualquier fulano podría decirme de aquella manera, y decirme mil cosas, bajarme la luna y las estrellas para al final dejarme caer de la nube, y destrozarme el corazón. Oh, qué mentalidad tan pesimista, ¿no?

Pero llega un momento en que, caminar bajo la suave lluvia de primavera bajo el brazo protector de un príncipe de ciudad, siendo abrazada, sintiéndome querida, pequeña, pero no débil… no es tan malo como siempre pensaste.

Porque, la forma de querer de esa persona te fortalece en lugar de debilitarte, porque esa persona te enseña a ser feliz a su lado, no a depender de él. Eso me sucedió a mí y, a decir verdad, me gusta que él me llame princesa.

 

viernes, 11 de marzo de 2016


Cuando el clima está nublado y lluvioso, disfruto bastante los días. Antaño, solía preferir pasar el tiempo a solas; leer un buen libro, tomar un café caliente y cobijarme con una manta, si estaba en casa. Si estaba fuera, prefería sentarme en los asientos del fondo del autobús, poner Nirvana a todo volumen y mirar por la ventana cómo caen las gotas sobre el vidrio, cómo el asfalto se humedece, cómo las llantas de los coches hacen salpicar el agua de los charcos.

Me gustaba estar sola, disfrutaba esos momentos más que nada en el universo, los atesoraba, los esperaba. El inicio de la primavera, con aquel rastro del invierno, con las lluvias y los nubarrones, es mi época preferida para escribir en mi viejo cuaderno. Siento que las amarillentas hojas toman un olor exquisito, aún más exquisito que de costumbre.

Soledad. La tinta escurriendo por la punta de la pluma, y salpicando el papel. La taza de café humeando. El ronroneo de un gato. La calidez de una manta. Las gotitas de lluvia sobre el cristal. La música a todo volumen.

Hace mucho, una persona cuya identidad he olvidado por completo, me dijo que uno no puede afirmar gustar más de algo si no ha probado otra cosa. Quizás en el momento no entendí, o más bien, no reflexioné acerca del peso de dichas palabras.

Soledad. ¿Era lo mejor? No lo sabía, no quería salir de ella. Tenía amigos, tenía familia, pero ¿en realidad estaba con ellos? No. Estaba sola. No he podido saber, por más que le doy vueltas al asunto, si era yo quien me alejaba y me encerraba en mi burbuja, o si eran ellos los que se habían distanciado, o si tal vez ambos, o tal vez ninguno. Incluso pensé haber llegado a una etapa de mi vida en la cual no me importaba nada.

No lo sé, ni me importa.

Pasó un año. Quizá dos. Perdí demasiadas cosas, perdí personas, perdí sentimientos, me perdí a mí misma intentando encontrarme en la soledad. Es bien dicho que todo en exceso es malo, debí tener eso en mente al alejarme así de todo y todos. La recuperación no fue fácil. O tal vez sí. Quién sabe.

¿Te has preguntado cómo es reinventar tus estándares?

He caminado bajo la lluvia en compañía de alguien. Y no cualquier “alguien”, sino, un alguien que me acelera el pulso, un alguien que provoca que la sangre se me suba a la cabeza y mi piel enrojezca. Hasta el día de hoy no puedo entender cómo lo hace.

Si hace dos años me hubiesen planteado la siguiente pregunta: ¿Qué prefieres, pasar un día lluvioso a solas o acompañada?, estoy segura de que habría elegido la primera opción. Pero ahora...

Siento que no cambiaría el tacto de sus manos sobre las mías, aunque estén heladas, no cambiaría compartir el paraguas con él, aunque quizás sería más práctico ir sola; no cambiaría el tacto de sus labios por tener un libro entre las manos.
Con él, los días de lluvia se disfrutan más. Saltar de un lado a otro de la carretera, esquivando los charcos, andar de la mano, andar abrazados bajo un paraguas, besarnos mientras suena una canción de Oasis de fondo.

En realidad, y pensándolo más a fondo… creo que los días se disfrutan más con él, haga el clima que haga.

sábado, 26 de diciembre de 2015

Antes solía pensar que lo peor del mundo era abstenerse de hacer las cosas, vivir con la duda del "qué hubiera pasado si...".
Con el paso del tiempo me he dado cuenta de que, en ocasiones, es mejor dejar morir algo que ni siquiera ha nacido. No consumar algo, pues muchas veces la belleza se pierde. En ocasiones es mejor mirar, sólo mirar, sólo imaginar, completar con la mente una historia que quizás pudo suceder, claro, las posibilidades son enormes cuando se habla de cuántica.
Me maravilla la idea de que existan universos paralelos en los que todas las posibilidades dentro del rango de lo imaginable, es decir, respetando las leyes naturales, puede suceder.
Aunque, a pesar de esto, el número de probabilidades existentes en los distintos universos es menor que un gúgol (un gúgol es un número, un uno seguido de cien ceros).
Las distintas posibilidades de, digamos, lo que esté a mi derecha -justo ahora es un peluche-, en algún otro universo podría ser un máximo de 10 elevado a ochenta. Es decir, un uno con ochenta ceros.
Y las posibilidades de que sea mi oso de peluche, o una almohada, o mi gato, o tú, carajo. O tú... Son de 1/ 10⁸⁰.
Qué jodido, ¿no?
Aquel universo en el que estás aquí junto a mí, está demasiado lejos. Pero me tranquiliza pensar que, al menos científicamente -y respaldando mi ateísmo-, es verdad, tú estás aquí junto a mí y, quién sabe, tal vez en algún otro universo tú me amas aunque sea un poquito.
Pero bueno, sé que la física teórica y cuántica suele ser algo difícil de comprender para algunas personas.
¿Qué tan improbables son mis sueños? No hablo de que se cumplan en otro universo, pues ya sé cuántas son las posibilidades. Yo quisiera saber si tengo un mínimo chance de lograr lo que quiero. Porque sí, la vida es tan cabrona y el futuro tan incierto que incluso hay veces en que no quiero ni levantarme de la cama porque... Bueno, porque no encuentro un porqué.
Pero eso qué más da ahora, el peluche sigue junto a mí cuando la otra "yo" de algún universo paralelo está siendo abrazada por alguien y, quién sabe, tal vez está feliz.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

¿Cómo saber si los sentimientos de alguien son verdaderos? A veces la desconfianza es la mejor opción para protegerse del dolor, pero también es una barrera que impide que, quienes realmente desean hacerte sentir especial, se acerquen a ti e intenten curar tus heridas.
 Pero quién sabe por qué, fijamos siempre la mirada a aquellas personas que suelen ser las que mienten, o las que no valoran lo que, con cariño y esfuerzo, se les da.
Y la vida es tan cabrona que siempre te pone enfrente a alguien que te ama y te aprecia, pero el sentimiento no es recíproco y aquí venimos de nuevo con esa cadena de odio. ¿No sería más fácil amar a quien nos ama? Dejar de sufrir de una vez por todas y... Ya.
Aunque claro, sé que eso es imposible. Está científicamente comprobado que los seres humanos somos tan imbéciles que nos sentimos más atraídos por lo imposible, por lo inalcanzable, por aquello que difícilmente podemos tener.
No entiendo por qué mi interior prefiere llorar en un rincón, con el maquillaje corrido, con el corazón en la mano, sufriendo por alguien a quien en realidad no le importa nada más que sí mismo, alguien que hace que parecer que me quiere, pero que sólo quiere satisfacerse a sí mismo sabiendo que me tiene comiendo de su mano. Es un martirio pasar así los días, encerrada en una jaula que mi propia mente ha construido. Es un maldito efecto bola de nieve.
Más le quiero, menos le importa; más le busco, menos tiempo tiene; más le hablo; menos responde.
Estoy cansada de buscar cosas donde no las hay y de esperar algo bueno de los demás cuando este mundo está lleno de decepciones.
Y es difícil confiar en alguien cuando tienes el corazón roto.

martes, 22 de diciembre de 2015

Veintitrés de diciembre, y no siento la Navidad cerca. Mañana es Nochebuena, y todo se siente tan normal.
No, no es por mi ateísmo. El espíritu navideño en casa desapareció hace varios años, pero... No sé. Quién sabe qué sucedió este año, pero las cosas están cada vez más jodidas.
Recuerdo cuando era niña y mamá ponía los obsequios bajo el árbol y no sabía lo que eran, y no podía abrirlos y las ansias, la emoción y la euforia duraban todo el mes de diciembre.
Ahora, con suerte me levanto de la cama antes del mediodía para ver la sala de estar vacía y sin luz. Hay un árbol ahí, sí, pero sólo el árbol. Se siente como un adorno más al cual ignorar.
No es que no me guste la Navidad, es que siento demasiada hipocresía en estas fechas. ¿Por qué esperar todo un año para pasar tiempo con la familia, darles un regalo y convivir armoniosamente? ¿Por qué esas cosas no se hacen cotidianas? Sí, me gustaría que fuera Navidad todos los días. Así, las familias estarían más unidas y... Bah. A quién carajo quiero engañar.
Creo que no me queda más que unirme al colectivo de la hipocresía y la mercadotecnia. Esto ha hecho el capitalismo con nosotros, ha tergiversado bastante la concepción social de "convivencia", "armonía" y demás.
Supongo que esto es algo que lleva años así, pero uno se hace un poco mayor y entonces puede entender cosas que de pequeño no veía.
Creo que eso me sucedió, ahora entiendo a la mayoría de los adultos. ¿Así se siente madurar? Quisiera ser siempre una niña. Quisiera dejar de preocuparme por nimiedades, disfrutar mis días y levantarme sin importar cuán cansada, triste o destrozada esté.
¿Por qué tenemos que crecer?